Historias de furia elefantina *

La figura del Elefante Fritz ya embalsamado y próximo a ser trasladado al Museo de Historia Natural de Tours en 1903; hoy se encuentra en las caballerizas del jardín del Museo de Bellas Artes de esta ciudad. 



Testimonio de otro tiempo, sigue siendo hoy un punto de atracción importante en el propio Museo y su historia fue adoptada como un emblema en la defensa del bienestar animal.



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny

Todo el mundo, esta semana de octubre parece confirmarlo, no es más que una colección de ruinas del ayer y una excusa para producir las del mañana. Mudas, cambiadas de lugar, chuecas, rengas, doloridas, inservibles como adornos de mesa de luz, los humanos nos acostumbramos a convivir con ellas, a pisarlas, saltarles encima, a picarlas, triturarlas o a ignorarlas sin hablarles ni verlas. Capas y capas, sedimentos de otras vidas, que los pozos, las excavaciones, los arados, las construcciones y las bombas sacan a la luz para arrojarlas a los trabajos y los días de unos y de otros. También es cierto: esa abundancia ha generado innumerables profesiones y costumbres, así como conocimiento y la certeza del peso de los siglos que, desde el sótano o la azotea, con sorna nos contemplan mientras esperan nuestro turno.

 

Ciertos momentos de la historia han tenido particular afecto en generarlas, otros en conservarlas con técnicas inventadas para disimular el rumbo y el olor de las cosas. El siglo XIX, por ejemplo, fue ilustre en la producción de basura y en su transformación en goce dominguero. Ya he escrito sobre eso y seguiré escribiendo: no me canso de mis muletillas ni de mis cruzadas carentes de Tierra Santa; seguramente, algún día, terminaré el libro prometido sobre la emergencia de la arqueología y la paleontología en la época del descubrimiento del valor de la basura. Pero ahora, aquí, le toca el turno a unos pobres elefantes cuyas reliquias quedaron a un costado de los caminos que los vieron pasar vivos, en caravana, con nombre propio, vitoreados y coronados de plumas. Son dos. Primero, la Señorita D’Jeck.  

 

Elizabeth Gordon, la hija del reverendo William Buckland (1784-1856), el profesor de geología de la Universidad de Oxford, recuerda que su padre tenía la manía de escribir sus sermones en tiritas de papel. Pero Buckland también componía sus grandes tratados de la misma manera: entre los pocos documentos que lo sobreviven, figura un recorte de periódico sin fecha ni procedencia, de apenas cuatro líneas precedidas por otras dos, manuscritas, un comentario sobre la futilidad de las cosas, de las causas y de la historia.  La letra de Buckland dice:

 

Elefante

Un rompecabezas para los geólogos, para cuando, en el futuro, el Atlántico emerja y forme un nuevo continente.

 

Un preludio a la noticia que informaba que Mademoiselle D'Jeck, la célebre elefanta del Adelphi, había sido arrojada por la borda durante una tormenta que afectó al barco que la transportaba a América. Un mensaje diminuto sobre un animal corpulento sacrificado para salvar a los humanos; un hecho que, en la visión de Buckland, crearía una irregularidad en el registro geológico que se estaba formando en el presente y que sería imposible de entender sin recurrir a una contingencia que ningún geólogo podría adivinar. Parecía una burla a los esfuerzos por explicar los depósitos marinos en la tierra y los terrestres en el mar. El estado de las cosas no era permanente, sino que, en algún momento, el Atlántico podría emerger y transformarse en tierra firme. Pero también era una alerta acerca de las conclusiones que se estaban sacando en la geología de la época, tan abundante en hallazgos de elefantes y de otros animales africanos y asiáticos en territorios inesperados, evidencia de las fuerzas que habían modelado la tierra y los mares del pasado.

Pero la noticia también es una irregularidad: como la elefanta en cuestión era famosa, tiene piezas de teatro en su honor, libros, biografías que cuentan otro fin revelando que sus huesos no están en el fondo del mar ya que fue fusilada en Ginebra, Suiza, en 1837.

 

La Señorita había llegado a Londres en 1806, procedente de la India o de Ceilán, integrante de la colección itinerante de animales salvajes del Sr. Thomas Atkins. Dos años más tarde recibió su nombre artístico y fue vendida a la menagerie con la que viajó por Inglaterra hasta 1814, cuando llegó a Burdeos, donde hirió al cornaca que la había criado. En 1822 y en Marsella, lastimó a su dueño: la vendieron y la llevaron a Berlín, donde continuó atacando a sus encargados. En 1829, apareció con gran éxito en el circo olímpico de París, protagonizando la obra "El elefante del rey de Siam". Al finalizar el verano, el propietario del Teatro Adelphi de Londres, la contrató para la temporada de invierno. Pero, antes hirió al dueño del circo y le fracturó el cráneo a Alberto, su “mahout”. La presentaron en Bath, Bristol, Dublín, Plymouth, Liverpool, Manchester, Glasgow, Edimburgo, Newcastle, York, Nottingham y Londres, el territorio de sus ancestros prehistóricos. Allí le deshizo el brazo a uno, hirió y mató a otros dos y al tercero le clavó sus defensas en el cráneo. Fue en ese momento cuando decidieron embarcarla hacia América donde actuaría en Nueva York -lo hizo a lo largo de dieciocho funciones en el Bowery Theatre-, Filadelfia, Baltimore, Norfolk y Richmond. La noticia de su sacrificio atlántico, quizás, date de este viaje o quizás haya sido una treta para apaciguar las voces de quienes pedían su cabeza. De hecho, regresó a Londres tras 9 meses de gira y solo para perder sus colmillos, serruchados por su dueño. El espectáculo se ofreció en Francia: en Burdeos, ya sin dientes, se las ingenió para matar a su viejo cornaca.

 

Teatro Bowery, Nueva York. 1826. Fotografía. Gentileza: Biblioteca Pública de Nueva York.


El circo Franconi la presentó en París y de allí continuó con el tiovivo de Alfred Pitrus. En Troyes, hirió a un payaso. Trabajó en Rouen y viajó hasta Bélgica, donde, en Malinas, lastimó a dos empleados, ataques que se repetirán en Lille y en Doucheray. Hartos, los dueños la vendieron para un desfile en la escuela militar de Metz en el carnaval de 1836. Luego continuó hacia el Rin, Prusia, Baviera, para regresar a Francia vía Estrasburgo y Mulhouse. En Suiza, recorrió Basilea, Berna y Lausana. Su vida terminaría el 20 de junio de 1837, fusilada tras un incidente con un espectador. Como todo sirve y da dinero, en 1839, su piel estaba en venta en la casa de Deyrolle, naturalista y preparador de París, quien la ofreció a Barthélemy Dumortier, botánico, director y fundador del Museo de Historia Natural de Tournai. La Señorita D’Jeck regresaría a Bélgica en 1839, el primer elefante embalsamado exhibido en esa ciudad. Fue montada en 1841 por Jean-Baptiste Loucheur, el preparador del museo, gracias a un maniquí en roble construido por el Sr. Vandekerchove de Kain, a la intervención de Lefebvre, un artista local, y a la del zapatero Louis Ménart, quien terminaría cosiendo la piel a la estructura de madera por 29 francos y 50 céntimos. La operación costaría un total de 741 francos y 48 centavos. La Señorita D’Jeck, en ese estado, sobrevivió a las dos guerras mundiales y en 2018 fue reconocida por la Federación de Valonia-Bruselas como parte de su patrimonio federal. Se ignora el paradero de sus huesos, así como de dónde sacó los dientes que hoy ostenta para solaz de los niños que se acercan a visitarla.

 

El Sr. Fritz, en cambio, tuvo una vida más estable pero que no le sirvió para evitar que su fin fuera similar: a él le tocaría morir en junio de 1902, estrangulado en las calles de Tours, a orillas de la Loira. Era un elefante asiático, nacido en la década de 1820 y adquirido por los hermanos Hagenbeck, la empresa hamburguesa dedicada al comercio de animales, una de las principales proveedoras del circo Barnum, la compañía estadounidense que iba y venía de un continente a otro, donde Fritz, a partir de 1873, fue amaestrado y donde actuó el resto de su vida. Hasta ese fatídico verano de 1902, cuando en un desfile por la ciudad de Tours, el elefante, por causas desconocidas, enloqueció y se volvió incontrolable. Fue su sentencia de muerte: el director mandó a acogotarlo con cuerdas y cadenas, una muerte que tomaría más de tres horas. También tuvo otra idea: dispuso regalar el cadáver a la ciudad que lo había visto agonizar.

 

Como hacía calor y las cosas a esas temperaturas se pudren rápido, hizo llamar de urgencia a un desollador y a un curtidor de cueros de la región para que prepararan el esqueleto y la piel y se enviaran donde un experto en el montaje de esqueletos y animales domiciliado en la ciudad de Nantes. La osamenta y el elefante “embalsamado” regresaron a Tours en mejores condiciones que cuando Fritz viajaba en estado vivo: vinieron en barco, por la Loira, atracando en mayo de 1903. Tras una recepción y un pequeño desfile, fueron transportados y expuestos en el Museo de Historia Natural, situado entonces a orillas del río. La fotografía de su arribo a Tours pronto se transformó en una de las tantas tarjetas postales editadas por Neurdein Hermanos (1863-1918), una de las empresas fotográficas que fijaron los sitios emblemáticos del turismo francés enviando operadores a recorrer el país para captar las novedades y las tomas que se repiten hasta el día de hoy.

 

Pasada la euforia de su llegada, el esqueleto fue colocado en una sala del segundo piso del museo mientras que su piel presidía la entrada. En 1910, por falta de espacio, el espécimen taxidermizado se trasladó a las caballerizas del jardín del Museo de Bellas Artes, la antigua residencia episcopal situada al lado de la catedral, en otro barrio de Tours. Una mudanza, de hecho, providencial que lo alejó de sus huesos, pero lo salvó del incendio que afectó al museo y los destruiría en junio de 1940, durante los bombardeos y combates de la Segunda Guerra Mundial que desbastaron toda la zona cercana a los puentes de la Loira.

 

“Fritz” fue restaurado a fines de la década de 1970 y, desde 1977, una caja de cristal lo protege de la intemperie y del manoseo de los visitantes que llegan a admirarlo, muerto, quieto, en silencio.  Desde allí, sus ojos de vidrio pueden mirar las ramas del cedro libanés plantado en 1804 en el centro del patio palaciego. Enormes, sostenidas, como él, con muletas de madera. Para que no se caigan y nos recuerden que, a fin de cuentas, todo pende de un hilo.

 

Nota del editor: La Señorita D’Jeck es una de las protagonistas de “Desubicados” (Beatriz Viterbo, 2022), el último libro de Irina Podgorny.

 

* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


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