El libro en las orillas. Una excursión a los libreros del Sena

Bouquiniste quai Voltaire. 1821. Grabado por Jean Henry Marlet, según Adrián Victor Auger (1786 - 1854). Fotografía: Wikimedia Commons.



La filosofía de un bouquiniste. Fotografía: En Facebook / Les Bouquinistes de Paris.



Víctor Aizenman


Licenciado en Letras y auxiliar docente en la Universidad de Buenos Aires. Titular de la librería “Víctor Aizenman, librero anticuario”.  Miembro de la International League of Antiquarian Booksellers. Miembro del Syndicat de la Librairie Ancienne et Moderne [París]. Actual Vicepresidente de ALADA [Asociación de Libreros Anticuarios de Argentina]. Editor, traductor y autor.


Por Víctor Aizenman *

«Una biblioteca a cielo abierto» [1]. Son muchos los ámbitos destinados a albergar un objeto de tan difícil definición, el libro, tan permeable a ditirambos y condenas, tan propicio al culto como a la injuria. Encadenado a estantes y atriles, alineado en tablillas cuneiformes, enrollado en papiros y pergaminos o envuelto en suntuosas maderas estampadas o bruñidos tafiletes, siempre parece haber requerido el auxilio de una arquitectura envolvente, cuyo prestigio reflejara el propio de su frágil morador.  De ahí que el propósito laudatorio que encierra aquel clisé, el más difundido de los que intentan caracterizar la variopinta hilera de bouquinistes alineados a lo largo del Sena, provoca una interrogativa sorpresa.  ¿No son, aire libre y bibliotecas, términos opuestos? ¿Son las librerías una excepción?

 

Así parecen haberlo considerado aquellos viejos buscadores de piedras preciosas bibliográficas, que desde 1859, año de su establecimiento definitivo, hurgaban empecinadamente, ad maiorem bibliophiliae gloria, en esas primeras boîtes de sufrido color verde, con la fantasía, o la esperanzada convicción, de hallar, entre los meandros de fatigados ejemplares «de ocasión», la ocasión de encontrarse, por pocos francos, frente a la pieza inadvertida que colmaría sus ancestrales expectativas. Esos mismos exploradores que, una vez obtenida la presa, se encargarían de ponerla a resguardo de las inclemencias de origen y de engalanarla con ropajes de cueros de autor. 


La contradicción se explica por lo inexplicable: la pulsión irreprimible de bouquiner que parece afectar a los devotos del libro, cualquiera sea su jerarquía, y que tan enlazada está con la acción de flâner, dos términos insustituibles e igualmente entrañables legados por la lengua francesa para designar ese vagabundeo lúdico y marginal que nada espera pero que lo espera todo. Pulsión y vagabundeo configuran otra antítesis. Para unos el infierno de la adicción [2], para otros la delectación en un placer «superior a los juegos del poder y al tintineo de la riqueza» [3]. Un mismo escenario los reúne, que desde entonces ha alcanzado categoría de mito. El aura que envuelve a los bouquinistes, esos esforzados militantes de la cultura y la meteorología, comparte con el mito similar prestigio e idéntica sospecha acerca de su verosimilitud. Convertidos en parte inamovible del paisaje urbano [4], el deterioro inferido por el turismo moderno no ha dejado de afectarlos. Las fantasías decimonónicas que cimentaron su renombre difícilmente puedan renovarse hoy ante el desfile de souvenirs bibliográficos, reproducciones de poca monta y falsas piezas vintage suspendidas de cordeles, destinadas a paseantes crédulos, envueltos en las sombras platónicas que proyecta una Forma original, ignorada o inalcanzable.

 

Así pues, en el mito parisino, los bouquinistes de los quais ocupan un lugar central. Nueva paradoja. ¿No están acaso condenados a las orillas? De un río legendario primero y del universo de «legítimos» anticuarios que han hecho de París el símbolo y la meca de la bibliofilia, pero que no desdeñan, sin embargo, acoger en sus brillantes Salones a estos «hermanos menores» de la librería, en un gesto de reconocimiento y distanciamiento simultáneos. Entre manuscritos iluminados, incunables xilográficos, suntuosas encuadernaciones armoriadas o desafiantes manifiestos vanguardistas, el reciente «Salon International du Livre Rare» destinó un espacio para la Asociación Cultural de Buquinistas de París, que promociona y pone en valor la actividad de sus miembros.

 

No es menos cierto, sin embargo, que el espacio habla, y que pertenecer a las márgenes es también «estar al margen», alejados de esa esfera cuyo centro está en todas partes y que gira en torno a un concepto del libro distinto del de su uso o descarte, privilegiado objeto cultural que remeda a la ópera en su ambición de totalidad, pero no excluye la aventura del descubrimiento, que parecía estar reservada para los flâneurs del Quai Voltaire, del Pont Marie o de Notre-Dame. Una recorrida ocasional nos ha dejado la impresión de atravesar un mundo de pintoresquismo ligeramente anacrónico, de un limbo en el que flotan las ilusiones pasadas y el dolor de ya no ser… Flagrante incorrección, sin duda, si se piensa que los bouquinistes, gracias a la Unesco, forman parte del intocable patrimonio de la humanidad, y del patrimonio inmaterial francés. Una garantía de que los miles de volúmenes seguirán, por mucho tiempo, expuestos a la acción devastadora del sol, el viento, el polvo, la cercana fuente de humedad y la caricia nerviosa de incontables curiosos. Esas mismas condiciones que llevaron al laureado bibliógrafo Albert Cim a desaconsejar la excesiva frecuentación de las cajas de los bouquinistes: «Ciertamente, se podrán hacer en ellas excelentes hallazgos, encontrar ocasiones que, con mayor o menor exageración, se calificarán de ‘soberbias’, pero esas obras tienen a menudo un defecto capital imborrable […] llevan las huellas, más o menos aparentes pero infaltables, fatales, de la acción de la intemperie» [5].

 

Está claro que la insatisfacción sólo indica una fantasía personal no cumplida. Nada dice del deseo de los otros. Que no tiene bordes, como no lo tiene el universo siempre en expansión del libro y el coleccionismo. Parafraseando a Paul Éluard, puede decirse que «el amor [del libro] hace su lecho en el horizonte». Y el de los bouquinistes, recortado sobre el perfil del Louvre y de las torres de Notre-Dame, encierra vetas seguramente inagotables para la satisfacción de esa ilimitada pulsión erótica que llamamos bibliofilia. 


* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios

 

Notas:

1] HANOTAUX, Gabriel: La Seine et les quais, promenades d’un bibliophile (p.111): “París es la única ciudad del mundo que tiene su biblioteca a cielo abierto”.

2] ASSELINEAU, Charles: L’enfer du bibliophile: “Pero puede haber un infierno para una inocente manía? (…). Hoy lo sé pues de él regreso. Soy, soy, el que regresa del Infierno del bibliófilo”.

3] JACOB, P. L. (Paul Lacroix): Les amateurs de vieux livres, p. 56.

4] HANOTAUX, Gabriel: op. cit., (p.111).: “Las cajas de los quais forman parte de nuestra perspectiva”.

5] CIM, Albert: Le livre. T. IV, (p. 49):


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