Hace poco más de dos años una de mis notas para Hilario empezaba con el amor de mi mamá por el teatro. Ese sábado la había llamado, como todos los días, y me contó la pieza que había visto en la víspera. La nota se escribió sola, mezclando lo que me decía e inventaba con mis obsesiones por las ficciones en las que transcurre la historia del país.
Mi mamá también apareció en otro artículo, ese donde mencionaba su pasión por el cine que, a pesar de todo, continuaba desde su convalecencia. Todavía no sabíamos que no volvería a sentarse en ninguna sala: las ganas de ir al cine, encendidas por mi bisabuelo hace 80 años, un día se apagaron. No hubo manera, tampoco un por qué. Sin embargo, siguió yendo al teatro, a pesar de su fatiga, a pesar de que lo que veía ya no le gustaba: como decía en mi nota de 2023, ahí respiraba y volvía a vivir. Ahora ya no puede; desde hoy, es un puñado de cenizas y yo, un manojo de lágrimas.
Se me perdonará entonces esta colección de recuerdos, este intento de determinar cuál fue la primera película, la primera obra de teatro, el primer museo, el primer libro, la primera excursión a la que ella nos llevó en su Citroen, en tren, caminando o en colectivo, sola o con mi hermano, o con mis abuelos. Porque a los viajes largos, a los restaurantes, íbamos los cuatro y en Torino, mientras que las boutiques y las zapaterías… eran el dominio de mi papá.
¿Habrá sido La Polvorienta en el San Martín? Internet dice que esa parodia de la Cenicienta data del año 1969, cuando empezaba primer grado. Me parece algo tarde pero no se me ocurre otra anterior. Por lo visto era una obra de Laura Yáñez con música de Leda Valladares, protagonizada por Ivonne Fournery y con Cecilia Rosetto como la madrastra o una de sus, algo así como hermanas. Del reparto, a decir verdad, no me acuerdo, sí de la sala y de la calabaza, que era una pelota saltarina, naranja y con manijas, de esas que por entonces estaban de moda. Polvorienta llegaba a la fiesta a los saltos, propulsada por sus piernas, sin caballos ni bedeles, y al irse, lejos de perder el zapato, se lo revoleaba por la cabeza al príncipe a ver si espabilaba. El poder de la farsa y de la burla no impidió que, después del cumpleaños de una prima segunda adinerada, deseara una corona que mi mamá, en épocas de escasez, me compró en el Cotillón Quilmes, en secreto y con su sueldo de directora.
Aunque también pudo haber sido La zorra y las uvas, una obra que era el caballito de batalla del grupo quilmeño Luz y Sombra y que -por lo visto- había sido escrita en 1952 por el dramaturgo brasileño Guilherme de Oliveira Figueiredo [1915-1997], un conocedor de las mitologías antiguas y modernas. La obra, que vimos en el teatro de la Casa de la Cultura municipal, tomaba el nombre de la fábula del esclavo griego Esopo, para contar su vida en la casa del sofista Xantos. Me acuerdo de Esopo caminando a la muerte, el precio de la libertad, su túnica púrpura y la serie de fábulas que mi mamá nos empezó a contar en las noches, una pausa entre los viajes de Ulises, la guerra de Troya y los episodios del Antiguo Testamento, plagados por faraones, niños en canasta y constructores de templos. Ese mundo literario iba y venía del teatro a las orillas de mi cama, de los libros con imágenes a las que se movían en escena. Ahora me entero que la sala de aquel teatro -donde habían trabajado los padres de Gustavo, mi primer novio- tampoco existe más.
A orillas de la cama también llegaban las torturas yanquis a las mujeres vietnamitas y la épica de la revolución cubana. En paralelo, la maestra de tercer grado, un día nos alertó sobre la inminencia de la invasión comunista. Yo me los imaginaba de noche, desfilando por la calle Mitre -la esquina de mi casa- y encaminándose hacia la plaza, ahí donde estaba el teatro municipal. Hasta que mi mamá, a quien le contaba todo, me dijo que después de haberlo hablado con mi papá y con mi tío, habían decidido desautorizarla y cuestionar semejantes tonterías. Hice caso, pero seguí aprendiendo de mi maestra las partes donde era más que competente: la clasificación de las plantas y de los insectos, el dibujo, la ortografía, la matemática. Mi mamá, por su parte, me llevó al río y a las plazas a juntar los especímenes fluviales y terrestres que ejemplificaran los tipos de la hoja en una suerte de herbario que había que presentar siguiendo las consignas del deber escolar. Fuí la única que pegó en su cuaderno una adaptación acuática, en parte por el amor de mi mamá por los camalotales de la creciente, esos que, según ella, podían traer víboras, ciervos y no sé cuántas cosas más. En unas de esas visitas al río de Quilmes nos dio las instrucciones que nos toca cumplir ahora.
El cine es más difícil. Vimos tanto juntas que me parece imposible. Me acuerdo que nunca llegué al final de Blancanieves: salimos por el terror que me daban esos acantilados, la tempestad, su negrura. Lo opuesto a los tonos pastel de Piel de Asno que vimos en Villa Gesell, con su hada psicodélica y psicoanalizada, llegando en helicóptero casada con el rey y acompañada por las canciones cantadas por Catherine Deneuve y Delphine Seyrig. O El mensajero del amor, que apenas entendí, pero me llevó a ver porque en Gesell nadie le prestaba atención a las prohibiciones vigentes en Capital. Los recuerdos no se pueden fechar, se amontonan, pero las películas sí ya que las veíamos recién estrenadas. Como ambas son de los inicios de 1970, las tiene que haber precedido El Submarino Amarillo, que vimos en uno de los tres cines de Quilmes y que, más allá de la música, las formas y los colores sigue asociada al pánico del colectivo número 1 que casi me lleva: eran los primeros que tenían puerta trasera, mi mamá tocó el timbre, y bajó para ayudarme mientras yo esperaba en el escalón. El chofer no me vio por el espejo: a pesar de los rulos, era imposible y arrancó. La vi a mi mamá gritar y correr, la gente también gritaba, todo debe haber durado un segundo pero creo que no volví a usar la puerta trasera hasta que cumplí 40 años.
En el cine también ví mi primera ópera, pero ahí fuimos los cuatro y a ver a Bergman en alguna sala de Buenos Aires. Eso era una salida de sábado, con pasaje por Fausto, la lucha para que nos compraran una revista de la Editorial Novaro y el embelesamiento por la caja de autómatas de la Avenida Corrientes, donde, moneda mediante, los músicos de una orquesta tocaban un tango, movían los dedos y las mandíbulas. O el cine debate de la Biblioteca Estrada de Bernal, a la vuelta de la casa de mi abuela, con La Quimera del Oro y nosotros, que nos fuimos antes de la discusión porque todo lo que se diría, opinaba mi mamá, iba a sobrar. Después me pregunto de dónde sale mi reticencia a no hacer comentarios en las sesiones de los congresos, salvo que alguien me obligue o esté ahí para ello. De regreso, nos explicó la historia de los mineros del Yukón; creo recordar que junto con mi hermano quedamos tan impresionados por las imágenes de la película que, en el curso de Arte Infantil de la Escuela Municipal de Bellas Artes, dibujamos la casa pendiendo del precipicio. Fue el mismo año de la asunción de Cámpora a la presidencia, cuando nos llevaron a la plaza a ver a Allende y Dorticós y a festejar que se terminaba el gobierno militar. También dibujamos eso. Mi hermano no se olvidó del cartel de «Montoneros» mientras que yo agregué un perro para que mi profesor, en la reunión de padres, felicitara a mi mamá por lo observadora que era. Observadora del mundo, sí, pero también de la psicología de los maestros. Que para algo tenía a una de madre.
¿Museos? No puedo ni fecharlos ni ordenarlos, se superponen el Regional Histórico de Bernal, con su caja de música de discos con pestañas, el Histórico Nacional con mi abuela que creyó que la Doña Paula del telar era una estatua de cera y nos dio un susto al hablarnos. O el de La Plata también con mi abuela y el temor a los esqueletos colgando del techo. Eso debe haber sido también por tercer grado porque decía que quería ser arqueóloga y, luego de la visita al museo, me arrepentí. No quería que un hueso de ballena me aplastara camino a las aulas. No deja de ser curioso que los museos en esta historia aparezcan asociados a la música y al miedo y que en ninguno de mis escritos me haya referido a ello.
¿Libros? Tampoco sé fecharlos porque en casa la biblioteca era grande, crecía en cada salida. Estaban los que venían de su casa familiar, los que me compraban o se compraban y La niña que iluminó la noche, que -como las Crónicas Marcianas- nunca me gustó a pesar del amor de mi mamá por Ray Bradbury. Mafalda nos acompañó mientras salía en forma de libro. Su papá también tenía un Citroen y la mamá -como la mía- una Lettera de Olivetti, que en casa servía para sus oficios de abogada y a mí, para admirar, por un lado, el poder del papel carbónico y, por otro, a mi mamá, que iba a Tribunales de La Plata y a su estudio de Ezpeleta con la Olivetti como cartera.
A Mafalda le importaba el mundo tanto como a mí pero a ella le compraron el televisor antes que a nosotros. Ese día fue una bisagra en la historia de mi familia: lo pasamos en la cama, los cuatro, mirando películas, la primera vez que vimos La máquina del tiempo, y se acabaron las idas a la casa de mi otra abuela donde, a pesar de la prohibición de mi mamá de ver esas porquerías, vi algo de Rafael Heredia, gitano. Y mi hermano dejó de ir a ver el Zorro a la casa de Nelson, el hijo de los verduleros.
Mi nombre, por cierto salió de un libro y de su cabeza: a nadie se le ocurra que fue idea de los Podgorny o una inspiración de Tres hermanas. No: viene de las lecturas de una hija y nieta de piamonteses, genoveses, venecianos y andaluces, entusiasmada con La novena ola, el libro que el escritor judío soviético Iliá Grigórievich Ehrenburg [1891-1967] escribió en 1952. Supongo que ha llegado el momento de leerlo y ver quién era la tal Irina. Espero que exista porque mi mamá, a veces, inventaba, como acabamos de descubrir con el grupo sanguíneo de mi hermano que ella siempre juró que era AB hasta que los médicos lograron convencerlo que la palabra de mi mamá era ley pero no siempre basada en los datos.
Podría listar las últimas cosas que hicimos juntas, de esas me acuerdo bien. Una fue volver el 9 de mayo al Fuerte de la Ensenada de Barragán. Ese día constaté que se había inaugurado como monumento histórico en 1965 y, una vez más, que tuve unos padres muy modernos. Mi mamá, maestra normal hasta las últimas consecuencias, nos llevaba a todos los hitos de las invasiones inglesas, incluyendo la casa de Santa Coloma de Bernal, donde mi abuela hacía cursos de manualidades. Al fuerte fuimos con su auto aprovechando un viaje a La Plata. Nos sacamos una foto al lado del cañón. Debe haber sido en 1970 o 1971: el corte de pelo es de la misma época de la fallida invasión cubana ya que así estoy, pura sonrisa, al lado de la famosa maestra anticastrista. La foto de mi mamá con su pullover naranja tejido por mi abuela desapareció en mi desorden, ese por el que siempre podré navegar gracias a que mi mamá, a quien nunca le gustó manejar, nos enseñó a mirar el mundo desde la soberanía de un Citroen y desde una casa ubicada en Garay, entre Alvear y Mitre, de la ciudad de Quilmes.
Hoy me cuesta no llamarla a cada rato para contarle cuántos la recuerdan, cuánta gente le manda saludos. A ella, una hija, nieta, madre y abuela única que de chica se hizo pasar por muda y tenía como compañero de juegos a un zorrino imaginario.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios. 21 de agosto de 2024