Si algo está destinado a perderse, son los anteojos, los libros (cuando uno necesita un dato), las biromes y los botones. Pero sin duda, estadísticamente, ningún objeto material de la cultura humana se ha extraviado tanto como estos últimos. Durante siglos, el botón ha sido la forma más práctica de acomodar y ajustar las ropas que nos visten. A falta de cierres relámpago, cinta de velcro, ropa ajustada por el uso de elastano y otros sistemas actuales, el botón ha sido el rey de la moda. Desde los de hueso del hombre primitivo hasta los forrados en pieles de las últimas décadas, nada más útil que un botón.
En los siglos XVIII y XIX, en nuestra región, el botón constituía una parte fundamental de la vestimenta del gaucho y del soldado. Ambas figuras se superponían, ya que la pobreza imperante en nuestra zona hacía que los soldados no tuvieran uniformes reglamentarios y usaran sus pobres ropas criollas para servir en el ejército. [1] Muchas veces ambos bandos de una batalla no tenían claridad sobre quién era su enemigo, salvo por un pañuelo rojo o una cinta celeste que los distinguía. No ocurría así con los oficiales, provenientes de estratos económicos más elevados, que vestían uniformes al estilo afrancesado, en contraste con las pobres prendas de sus soldados.
La situación económica del gaucho y las clases subalternas en la segunda mitad del siglo XIX
La economía de la enorme mayoría de la población urbana y rural de lo que se estaba configurando como la Argentina era de subsistencia. Los ingresos de las clases subalternas que comprendían casi la totalidad de la población apenas alcanzaban para alimentarse y vestirse, ambos con dificultad. [2]
Recordemos que, hasta la creación del virreinato del Río de la Plata en 1776, Buenos Aires era una pequeña aldea rodeada de algunas leguas de campo sin invasiones de pueblos originarios. La ganadería se limitaba a la cacería de vacunos en zonas cercanas y la agricultura era una actividad menos relevante. Los escasos bienes de mayor valor provenían de España [que ejercía el monopolio del comercio] o del contrabando de países como Francia e Inglaterra. Esta situación se mantuvo casi sin cambios hasta mediados del siglo XIX, cuando las naciones europeas con economías más avanzadas [ya en vísperas de la segunda revolución industrial] alcanzaron con su poderío comercial estos mercados lejanos y paupérrimos. Con la organización nacional, unificada la provincia de Buenos Aires al resto del país, creció el consumo en general y también el suntuario en nuestra región.
Si bien resta mucho por investigar en cuanto a los ingresos de la población porteña [urbana y rural] en el siglo XIX -se trata de un hueco en la historiografía local- los historiadores económicos avanzan paulatinamente sobre los datos disponibles. Véase por ejemplo los trabajos de Juan Carlos Garavaglia (1944 - 2017) y de Jorge Gelman, entre otros. Sin embargo, a pesar de que los ingresos tan solo superan la canasta básica, un habitante de Buenos Aires entre 1800 y 1850 estaba mejor alimentado que su par en una de las principales ciudades europeas. Claro que mejor alimentado no debe entenderse como con capacidad de ahorro y de lujos; la situación general de las clases subalternas era de extrema pobreza. [3]
Acudiendo a los datos disponibles, trataremos de dar un panorama sobre los ingresos del gaucho [entendido como peón rural, especialmente el dedicado a la ganadería] en relación con algunos precios de artículos diversos que hemos obtenido. Para ello hemos tomado el año 1870 como representativo de la segunda mitad del siglo XIX, cuando una moneda de plata, un «peso fuerte», heredero de los ocho reales españoles, cuyo peso era de una onza, 27,06 gramos de ese metal. Recordemos que ante la escasez del peso fuerte argentino, el peso fuerte boliviano era de uso común entre nosotros.
En ese tiempo, el jornal diario de un trabajador rural oscilaba entre 1 y 2 pesos fuertes por día, y en ocasiones el patrón agregaba a la paga, alguna comida y vivienda. Se trabajaba de sol a sol.
La carne, principal producto de la canasta de alimentación costaba entre 0,10 y 0,20 centavos de peso fuerte el kilo. El pan, segundo producto básico de la alimentación, costaba unos 0.20 centavos por kilo. Los precios que hemos obtenido para yerba mate y azúcar son de aproximadamente un peso fuerte por kilogramo. A primera vista, parecen elevados en relación a los ingresos, pero ambos tenían un enorme costo de transporte hasta los centros urbanos.
El precio de una camisa de trabajo variaba entre 2 y 4 pesos, y de un poncho de trabajo entre 5 y 10 pesos.
Un apero de montar se estimaba entre 15 y 30 pesos fuertes. Un cinto ancho o culero podía costar entre 5 y 10 pesos fuertes. Y un botón de plata para adornarlo, entre 1 y 3 pesos fuertes. La mayoría de los botones de plata que han sobrevivido hasta hoy pesan entre 2 y 5 gramos con un par de excepciones de 25 gramos.
Aún a riesgo de que estas cifras sean meramente estimativas, nos dan una acabada idea de que los ingresos del trabajador apenas alcanzaban para comida y vestimenta. Se estima el consumo calórico por adulto de la época en 1800 calorías diarias. Y en cuanto a la austeridad de las prendas de vestir da acabada muestra la iconografía de la época. Supongamos entonces que no existía capacidad de ahorro en el trabajador, y si la tuviera, debía postergar sus consumos de un día de labor para obtener un peso fuerte. De donde quince monedas o botones de plata significaban –estimativamente- el trabajo de quince días, es decir una verdadera fortuna para quien está inmerso en una economía de subsistencia.
En la rica pintura que hace José Hernández del gaucho Martín Fierro, dedica algunos versos a la pobreza del soldado reclutado por la fuerza para servir en la frontera. Uno de los pocos bienes terrenales del gaucho eran sus «botones».
“Y andábamos de mugrientos
que el mirarnos daba horror;
les juro que era un dolor
ver esos hombres, ¡por Cristo!
En mi perra vida he visto
una miseria mayor.
Yo no tenía ni camisa
ni cosa que se parezca;
mis trapos sólo pa´ yesca
me podían servir al fin...
No hay plaga como un fortín
para que el hombre padezca.
Poncho, jergas, el apero,
las prenditas, los botones,
todo, amigo, en los cantones
jué quedando poco a poco;
ya me tenían medio loco
la pobreza y los ratones.”
Pero no nos engañemos, José Hernández en su Martín Fierro, por más que sea el mejor representante de la literatura gauchesca, muestra la trayectoria de vida del peón rural desde el buen pasar cuando tuvo familia y hogar a cuando termina en la ruina como dicen estos versos. Es un camino descendente, pero camino al fin.
Los botones gauchescos como objeto de lucimiento alejado de la numismática
Los autores que nos han precedido en el estudio de los botones gauchescos los toman como una forma de moneda, simplemente porque la imitaban. Catena, Lantieri, Vomero Dekis y Silva son numismáticos (coleccionistas de monedas) y es por ello que los incluyen en sus catálogos. Nosotros enfocamos este tema desde una perspectiva diferente: la moneda como adorno en la pilcha del gaucho, como muestra de su riqueza personal y estatus social y, muy liminarmente, como artículo de intercambio.
Los bienes materiales que podía poseer un gaucho, por esencia nómada, eran su caballo, su cuchillo y la vaina de este. El caballo y el cuchillo eran elementos de trabajo imprescindibles en su vida diaria. En cambio, una buena vaina, especialmente si era de plata, podía servir como garantía de una deuda ante un pulpero. No es casual que sea un lugar común al hablarse de cuántas vainas sueltas o guachas nadan dando vueltas y cuántos cuchillos sin vaina andan por ahí, la versión más común es “la vaina se cayó en una yerra” cuando posiblemente fue un pago o una garantía pignoraticia no cumplida.
A estos míseros bienes debemos agregar los botones. Primero analicemos brevemente los fabricados en Europa y de escaso valor metálico. Después ahondaremos en los de plata, motivo de este trabajo.
En mi opinión, la catalogación de los botones gauchescos dentro del ámbito de la numismática aporta datos a los coleccionistas de monedas, pero desvirtúa la atención de su verdadero uso: dar prestigio a quien la lleva, elevar su estatus socio económico y, eventualmente, sacarlo de algún apuro financiero.
En la antigüedad y hasta siglos recientes, la moneda valía por el valor intrínseco del metal con que estaba hecha, especialmente metales preciosos como oro y plata. Una de las razones por las que pasaron a ser emitidas por los estados nacientes fue para garantizar que contuvieran el peso en metal que se les adjudicaba. Es bien conocido que una moneda podía limarse o quitarle una porción minúscula con las limaduras, y a partir de ellas o de los retazos formar un trozo de valor por el metal mismo. Este proceso demandó cientos de años: estandarizar la moneda de metal precioso y darle un valor certero. Recordemos que la balanza de precisión es un instrumento de apenas cientos de años de antigüedad y que no era transportable, como hoy en día lo es cualquier balanza electrónica de bolsillo.
En primer lugar, dividiremos las monedas de metal precioso acuñadas durante la conquista de América, en general de plata y oro. Esas monedas tenían un valor intrínseco por su metal y la prueba de la ceca [lugar de acuñación] que las había emitido. Las cecas estaban controladas con estrictez por las autoridades coloniales españolas.
Estas monedas, con un aro soldado al dorso o apareadas en yuntas, servían para embellecer la ropa del hombre de campo, en especial del estanciero que podía acceder a su elevado costo económico.
Al igual que en muchos artículos de los que había demanda en la nueva América, las factorías europeas vieron una oportunidad de negocios. Igual que hicieron con los ponchos y los cuchillos comenzaron a fabricar y exportar botones en enormes cantidades, que imitaban a los verdaderos. Claro que, para abaratar costos, se hacían de metales no preciosos, como hueso, cobre, bronce y latón, y hasta pasta de vidrio. Se ha mencionado que en París a mediados del siglo XIX existían casi una centena de fábricas de botones. Su destino era la vestimenta de los soldados [cuyas amplias pecheras no tenían otro cierre que los botones], fueran europeos o de otras regiones y, eventualmente el lucimiento de la ropa de los primitivos hombres de campo de América del Sur.
Los criollos usaban estos botones en el cinto, tirador o chanchero, como se llama al cinto ancho que es parte de la vestimenta gauchesca; bien lo apreciamos en el óleo realizado en 1842 por el pintor francés Monvoisin, Soldado de Rosas [Ver imagen]. Es el lugar donde se lleva el documento o papeleta, documento de identidad precario que emitía el comisario, juez de paz o patrón de estancia para certificar que el portador era hombre de trabajo y no debía ser considerado «vago y mal entretenido». En el culero, chanchero o cinto también se calzaba el cuchillo. Si el mismo era largo, se portaba detrás de la cintura y si era corto en la parte delantera, de donde surge el apelativo “verijero” por comparación con las partes genitales del animal. Nos arriesgamos a decir, sin certeza suficiente, que el cinto ancho ofrecía una especie de protección a los esfuerzos de la cintura similares a los que se ordenan hoy en las normas de seguridad industrial, nos referimos al cinturón lumbar. Además de proteger parcialmente el abdomen de una pelea a cuchillo.
En la provincia de Corrientes, los culeros llevan una cartuchera para portar el revólver, práctica no extendida en la región bonaerense.
Como hemos expresado en trabajos anteriores, los fabricantes europeos copiaban modelos de ponchos y cuchillos para exportar a los nuevos mercados, desde donde extraían los diseños a producir de forma industrial. En esta línea, cientos de fábricas europeas realizaron botones para uso militar, los que también engalanaban la rústica vestimenta del gaucho sudamericano.
Lo notable fue que, desde mediados del siglo XIX, se produce un fenómeno inverso. Los plateros rioplatenses ven la posibilidad de vender botones hechos aquí para lucimiento de los gauchos. Ya se habían producido en toda América quejas de las autoridades porque las monedas europeas sin valor metálico se usaban para engañar a los locales analfabetos. [4] Pero los plateros locales se cuidan bien de no violar las normas y fabrican monedas abiertamente falsas en su acuñación, pero acuñadas en plata, el noble metal. Es más, en una cara reproducen una efigie similar [aunque no igual] a la observada en la moneda circulante y al dorso, ubican la marca de la joyería que las ha fabricado. Y muchas veces la expresión Bot. De Plat. (o botón de plata), o ciertas iniciales que indican lo mismo: BDP, por ejemplo.
En el coleccionismo criollo, entonces, encontramos cintos y culeros con monedas de plata auténticas y falsas [en especial las que copiaban las acuñadas en el Alto Perú y Bolivia] con un aro soldado detrás para atarse al cuero y monedas «auténticas pero falsas», los botones de plata. Es tanto menor la cantidad de las segundas, que tienen para el coleccionismo un valor mucho mayor. En estas versiones también llevaban agregado un arito para ser cosidas al cinto.
El tema de la falsificación de moneda fue un flagelo durante toda la época colonial y también lo es hoy en día. Su análisis excede largamente este artículo. Aquí solamente nos referimos a los botones hechos de plata que imitaban parcialmente monedas de plata, fabricados por plateros americanos, en especial porteños.
Los principales plateros que en Buenos Aires fabricaban botones de plata de los que tenemos noticias fueron: Anezin Hnos; Argüello; Platería 11 de Septiembre; Podestá Hnos.; César Spotti [de quien hasta ahora se conoce solamente dos hojas de cuchillo criollo con su nombre y un vacuno como logotipo; una de ellas fue exhibida en la Muestra EL Cuchillo Criollo -Museo Las Lilas de Areco, 2022-, y la otra se encontraba en manos de un coleccionista uruguayo]; Nicolás Pietre, seguido por sus hijos Segundo (S) y Tancredo (T); Casa Escasany; Alais; E. Giaccio; Isidoro Paleari [probablemente grabador]; G. Weil y Cia; Antonio Fernández; Costa Huguet y Cia; Felipe Carosella; Nicolás y Santiago Petre; Leonardi y Médici; Santiago Franciosi; Rosario Grande y Martín Suasnabar. [5]
Lo trascendente de los botones gauchescos de plata es que fueron un inteligente contraataque rioplatense a las importaciones europeas, que aprovecharon el conocimiento de las costumbres locales, sacando ventaja de la necesidad del gaucho de llevar sus pequeños ahorros consigo y del deseo de engalanarse para mostrar su creciente estatus económico.
Este artículo tiene como objetivo revivir el recuerdo de los «bot. de plat.» y fomentar su coleccionismo, por su rareza y curiosa historia.
Bibliografía:
Teobaldo Catena, Catálogo de botones gauchescos argentinos monetiformes, San Nicolás, 1999.
Leonardo Danieri, Botones Gauchescos, en Revista de la Sociedad “Amigos de la Arqueología”, Nro. 15, 1957.
Roberto L. Elissalde, La Nación, 17 de febrero de 2024.
Jorge Gelman, El gaucho que supimos construir. Disponible AQUÍ
Gelman, J., & Santilli, D. (2019). Wages and standards of living in the 19th century from a comparative perspective. Consumption basket, Bare Bone Basket and welfare ratio in Buenos Aires, 1825–1849. Investigaciones De Historia Económica, 14(2), 94–106. VER
Miguel L. Muñoz, Los botones monetarios en Hispanoamérica. En “Gaceta Numismática” Nro. 33. 1974.
Rodríguez Molas, Historia Social del Gaucho, CEAL, Buenos Aires, 1968.
Rodríguez Molas, La indumentaria del gaucho en los siglos XVIII y XIX, (1957) disponible AQUÍ
Guillermo José Silva, Botones Gauchescos del Río de la Plata, Buenos Aires, 2020
F. Vomero Dekis, Un aporte al estudio de los botones gauchescos. Instituto Uruguayo de Numismática, Nro. 45. 1981. AQUÍ y AQUÍ
Notas:
[1]Roberto L. Elissalde, La Nación, 17 de febrero de 2024
[2] Jorge Gelman, El gaucho que supimos construir. Disponible AQUÍ
Rodríguez Molas, Historia Social del Gaucho, Buenos Aires, CEAL, 1968.
Rodríguez Molas, La indumentaria del gaucho en los siglos XVIII y XIX, (1957) disponible AQUÍ
[3] J. Gelman, & D. Santilli, (2019), Wages and standards of living in the 19th century from a comparative perspective. Consumption basket, Bare Bone Basket and welfare ratio in Buenos Aires, 1825–1849. Investigaciones De Historia Económica, 14(2), 94–106. VER
[4] A título anecdótico, en Empedrado, Corrientes, en el año 1996, conocimos a un pícaro que ofrecía a los hombres de campo monedas de plata de un dólar, bastante maltratadas, que según decía provenían de una herencia, a diez veces su valor. Cuando cándidamente se lo hicimos notar, respondió “déjame, total, ellos no saben. “
[5] Esta lista sigue la propuesta por Silva, que a su vez se apoya en Lantieri y otros predecesores. Sin embargo, la existencia de importadores en el listado (Anezin, Weil, Leonardi y Médici) nos pone en la duda de que hayan fabricado aquí los botones o los hayan importado junto a los muchos otros productos que traían desde Europa. Anezin y Weil eran importadores de la marca La Argentina (producida por Kirschbaum para cuchillos, y Leonardi y Medici de la marca Defensa.
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