Maxi Murad. Una obra de sitio específico

Vista parcial de la exhibición de Maxi Moura en la galería Moria, ciudad de Buenos Aires. Fotografía: Gentileza Galería Moria.

Maxi Murad, La muerte llora porque la muerte es humana. Yeso, ferrites, estructura de aluminio, 2024, 42 x 52 x 2 cm. Fotografía: Fabián Cañas.

Vista de sala de la exposición de Maxi Murad en galería Moria, Buenos Aires. Curaduría de Marcelo Galindo, 2025. Fotografía: Fabián Cañas.

Maxi Murad. El eco de un tiempo distante. Yeso, ferrites, estructura de aluminio, 2025, 52 x 43 x 2 cm. Fotografía: Fabián Cañas.

Otro detalle de las obras exhibidas en la galería Moria. Artista: Maxi Moura. Fotografía: Fabián Cañas.

Por Juan Cruz Pedroni *


Al entrar a una exposición de Maximiliano Murad el espectador desprevenido creerá reconocer eso que tiene delante. Lo ha visto antes, sabe como funciona: son solamente pinturas, superficies pintadas donde la materia pigmentada fue colocada sobre un soporte que ya existía desde antes. Tal vez hará un gesto ante el grosor de esas planchas, se sentirá inquieto por su apariencia mineral;  si conoce algo sobre la historia del grabado, pensará, quizás, en piedras litográficas. Nada lo sacará de su certeza: el sabe ver lo que está viendo. Nadie quiere perder el control sobre su propia percepción, y en el torbellino de técnicas agitadas por el arte contemporáneo, menos que menos querrá sentir que no reconoce una simple pintura. Pero la historia constructiva de lo que tiene frente a los ojos es radicalmente diferente. Ahí están las astucias de la imagen. Ahí está lo que podríamos denominar su  inteligencia plástica. Si el artista está cerca, el espectador disfrutará de una explicación contada con entusiasmo.  

 

El punto de partida de las placas calcáreas que muestra Murad en la galería Moria de Buenos Aires, con curaduría de Marcelo Galindo, es la yuxtaposición de mezclas de yeso coloreado dentro de un molde de madera. El artista las va disponiendo dentro de contornos específicos que se van encastrando como las piezas de un rompecabezas blando. La pasta debe ser manipulada cuando está húmeda y la imagen final se revela cuando todo se ha secado y el molde ortogonal sale de la escena. La diferencia principal con la pintura radica en esa relación entre el color y las masas: los tonos no están solo en la superficie, sino que están impregandos en el volumen que conforma cada figura visible de la pieza; una pieza que, mirada de este modo, no es tan fácil caracterizar como bidimensional. Para decirlo con léxico más filosófico, la superficie visible es solo un epifenómeno de la realidad invisible. Es la emanación de una realidad que se puede juzgar un poco más verdadera que la tapada por la pintura en un cuadro de caballete: no solo está ahí donde uno la ve, sino también en el corazón de la materia: en ese lugar al que nuestra facultad sensible no es capaz de llegar.

 

En este punto, la obra de Murad puede ser conectada con una genealogía que se remonta al arte conceptual. A primera vista, es dificil reconocer ese linaje en una obra que hace un programa de su impulso artesanal, pero me gusta pensar que esa historia también está ahí. La tensión entre la imposibilidad de ver y la certeza de que hay algo ahí donde el ojo no llega es un tópico duchampiano: un motivo que nos lleva, por ejemplo, al Duchamp de Whit Hidden Noise. Es una operación que pone en escena a la vez el signo de un misterio y un malestar en la mirada.

 

El trabajo de Murad es tan único en su género que da lugar a un amplio margen de variaciones que estilizan su proceso. Pongo un ejemplo: hace un tiempo, el artista bocetaba los contornos en los que se ubicaría cada una de las masas que se articulan en sus creaciones con la ayuda de marcadores. Para hacerlo, dibujaba sobre la plancha de acrílico que separaba esas masas del molde. La tinta quedaba impregnada y la línea se trasladaba entonces a la superficie visible de las piezas. Entre la tonalidad artificial de esos instrumentos escriturales y la paleta terrosa, pastel o blanquecina que domina esas placas se genera un contraste notable. Las líneas quebraban la homogeneidad de la propuesta cromática, parte de una indagación que aspira a sustraerse de la materialidad del color disponible en el mercado a través de las propias mezclas pigmentarias. Tiempo después, Murad reemplazó ese procedimiento por la inclusión de un boceto lineal, colocado por debajo de una plancha de acrílico transparente, y transformando su molde en lo que podría llamarse una máquina «fotocopiadora». En la historia técnica del arte, un invento es siempre algo concreto, y la obra de Murad está llena de esos artilugios, que brillan en el hecho de ser irrevocablemente específicos. Son estas pequeñas alteraciones en la manera de hacer las que configuran un estilo.

 

A Murad le preocupa especialmente la fase del proceso referida a la portabilidad del objeto artístico. En términos de pintura, podríamos llamarla soporte; aquí, sin embargo, conviene inventar una denominación: es el sustrato físico invisible. Por esa senda ha desarrollado sus propios avances. En las Vidas de los más excelentes pintores, Giorgio Vasari no dudó en afirmar que el claroscuro sobre mármol había sido un invento de Duccio. Con el mismo espíritu, puede decirse que Murad «inventó» el uso del telgopor como dispositivo para aligerar el peso en sus pinturas al fresco. Sabemos que atribuir un invento a un individuo es una ficción —ya que todo invento es un proceso colectivo—, pero hay ficciones que ayudan  a pensar mejor: permiten delinear una identidad artística, sobre todo en quienes entienden que el arte cobra sentido cuando introduce una variación técnica.

 

Frente a la prioridad del procedimiento, la iconografía adquiere un papel secundario y, en cierto sentido, se subordina a la técnica. En exposiciones anteriores, el estilo de Murad tendía por momentos a una geometrización vegetal que reponía cierto seudoclasicismo art déco. Hoy, lo que expone incorpora otras raíces. Hace unos años, sus dibujos mostraban ciudades fantásticas con grandes torres. Tenían la temporalidad utópica de los videojuegos. Pero la ciudad imaginada dejó lugar a la ciudad posible: las hipérboles de la arquitectura vertical se retiraron y emergieron los colores lavados que el artista relaciona con la arquitectura residencial de su barrio Yofre Norte, en su Córdoba natal. Nadie podría haberlo previsto, pero así es como pasan las cosas más interesantes en la historia de las imágenes: el lenguaje temprano de los videojuegos de los años 90, con el eclecticismo histórico de su imaginería y con su geometría proyectiva todavía perfectible, generó una máquina de visión para captar otras cosas. Fue pertrechado por la sensibilidad de los videogames que Murad pudo ver la fantasía modesta en las casas de una ciudad de provincia. Y acaso también poner en relación el arte doméstico de ese lujo barrial con los edículos que aparecen en la pintura primitiva del Trecento, aquellas construcciones inverosímiles que Erwin Panosky describió como casas de muñecas.

 

¿Qué es una obra? Más allá de la teoría del arte, en el uso cotidiano el término suele referirse a un edificio que está en construcción. En Murad, podríamos generalizar y decir que toda obra es, de algún modo, obra de albañilería. La separación entre obra y mundo se anula: son dos momentos del mismo continuum. Con su materialidad pobre y plebeya, la ciudad encuentra en la obra el espacio de un florecimiento que no la anula. La obra se muestra, así, como una explosión de la cultura material que sostiene a las ciudades: una manifestación tardía y desbordante de las condiciones que la vuelven posible.

 

Murad no es un solitario. Existe en Buenos Aires una comunidad tácita de artistas que trabajan en una línea de experimentación matérica, rescatando y traduciendo antiguos saberes técnicos: una suerte de cofradía prerrafaelita, a la que se podrían adscribir artistas como Julián Astelarra y Damián Crubellati. Sin embargo, en sus búsquedas actuales, podría aventurarse que Murad también se deja marcar por una sensibilidad conceptualista. La fotocopia y el monocromo son dos motivos propios de esa tradición, al igual que la imposibilidad clasificatoria. ¿Pintura o escultura? Lo que hace se inscribe en el punto molesto donde las rutinas del binarismo dejan de funcionar. De la pintura, su trabajo solamente retiene los hábitos institucionales de presentación, pero no estaría de acuerdo si ubicamos lo que hace en esa disciplina. También es difícil que a alguien se le caiga de la boca la palabra escultura cuando está frente a una pieza que, ante todo, se presenta como un dato bidimensional. La alteración del programa material contribuye a mostrar cómo nuestra percepción es el producto de instituciones que limitan y ocultan otros saberes.Y en esa línea se reconoce una herencia del arte contemporáneo de raíz conceptual.

 

Murad desconfía de la forma que ha adoptado la imagen en nuestra época: una apariencia ubicua que puede surgir en cualquier soporte. Rehuye la evanescencia propia de una condición fotográfica de lo visual, que ha trastocado la relación con todas las técnicas de la mirada. Frente a esa imagen deslocalizada, su trabajo valora el espacio concreto: una obra que lleva inscriptas en su materialidad las determinaciones de una geografía. Ahí están la arena con mica que trae de Córdoba, el telgopor que crece como vegetación silvestre en las veredas del barrio de Once, y los fascículos de historia del arte que consulta, de los que toma prestados algunos motivos iconográficos. Integran esa cultura material marcada por una topografía específica. A esas historias universales del arte se las podría encontrar tiradas en la calle en cualquier barrio céntrico de Buenos Aires, pegadas a un contenedor de basura a las que fueron desplazadas por el poder de la enciclopedia digital. Entre esos tesoros abandonados, podrían aparecer también las cajas originales de videojuegos tempranos, como Maniac Mansion o Another World, testimonios de la época en la que la cultura digital todavía se sostenía en el encanto de los objetos impresos. La obra de Murad también nace de toda esa belleza abandonada. Es de algún modo una obra sin lugar en nuestras instituciones clasificatorias, que encuentra en las coordenadas del porvenir el espacio de su sitio específico.   



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